Calderòn , Claver, Fernàndez, Rubio y Marc Gasol
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Troter 67 agradece la Colaboraciòn Especial de Eduardo Tonella.
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Publicado
por EL PAIS
Por
Juan Manuel López Iturriaga
Septiembre 2013
El
verano próximo se cumplen 30 años desde que nos colamos en la final de uno de
los deportes olímpicos por excelencia. En un escenario mítico como el ya
desaparecido Forum de Los Ángeles, la selección española de baloncesto
sorprendió incluso a su propio país, que la acompañó entre extrañado y
alborozado durante unas cuantas calurosas madrugadas de agosto. Nuestra
aventura terminó subidos al podio y de forma instantánea nos ganamos un sitio
en la historia del deporte español. No es de extrañar, pues estamos hablando de
unos tiempos en los que España empezaba a desempolvar telarañas y quitarse
múltiples complejos de encima, no solo deportivos. Mientras unos cuantos
millones de españoles trasnochaban para compartir en casas, chiringuitos o
discotecas aquel éxito que no estaba en el guion, Pau Gasol, Juan Carlos
Navarro o Felipe Reyes dormían plácidamente en sus camas. Tenían cuatro años.
Al
haber sido afortunado componente de los pioneros y espectador privilegiado de
esta última década prodigiosa, muchas veces me han cuestionado sobre
similitudes y diferencias entre ambos colectivos. Dejando a un lado cuestiones
obvias, como que ahora son más fuertes, más rápidos, ganan mucho más dinero y
no tienen que jugar con unos pantalones que ponían en peligro tu capacidad
reproductora, existen paralelismos entre ambos colectivos. Empezando por el
escenario de su gestación. Tanto a finales de los setenta como en los últimos
coletazos del siglo XX, la selección española de baloncesto atravesaba tiempos
difíciles. En nuestro caso acababa de descender a segunda división europea; en
el otro, la década de los noventa había sido en general calamitosa, Angolazo
incluido. Entonces surgieron dos generaciones de jóvenes jugadores que ya
contaban con unos cuantos éxitos en categorías inferiores. La del 58-59 y la
del 80‑81.
Jugadores que nos conocíamos desde los 13-14 años, que habíamos competido
juntos y enfrente las suficientes veces como para conocernos al dedillo y
poseer un alto voltaje competitivo. Poco a poco, esta sangre nueva y
desinhibida se fue incorporando a la selección absoluta y basta un ejercicio
numérico para entender su importancia. En el equipo de Los Ángeles, siete
jugadores pertenecían a la camada del 58-59. En la selección que dio el salto
definitivo con su triunfo en el Mundial de Japón, otros tantos habían nacido en
el 80‑81.
En ambas situaciones y con una sólida base generacional, los equipos se
completaron con algunos veteranos y se rejuvenecieron con nuevas apariciones.
Se produjo una parecida y conveniente combinación intergeneracional que
conformó dos colectivos muy cohesionados.
La
selección es un modelo de solidaridad, humildad y respeto no exento de ambición.
Otro
elemento común lo encontramos en la columna vertebral. Estamos hablando de
baloncesto, y la teoría dice que sobre un base, un alero y un pívot puedes
edificar lo que quieras. La España de Los Ángeles se articulaba a partir de
Corbalán, Epi y Fernando Martín. La actual se explica a través del triunvirato
Calderón, Navarro y Pau Gasol. Sobre tres pilares tan consistentes en aspectos
fundamentales como la dirección, el juego exterior y el interior, la solidez
queda garantizada y el resto de las piezas pueden encajar con mayor facilidad y
sin provocar excesivas tensiones. Contar con tres jugadores que compartían
diferentes tareas de liderazgo de una forma armónica y sin solaparse lograba
que el equipo se sostuviese en cualquiera de las situaciones. Pero, estructuras
temporales y arquitectónicas aparte, entiendo que ambos equipos comparten cosas
más importantes. Lo comprendí una tarde del verano de 2006, durante la
retransmisión de un partido de la selección española de baloncesto en el
Mundial de Japón, cuando me asaltó una extraña sensación. Llevaba ya 16 años
retirado y hasta ese momento nunca había tenido ninguna clase de añoranza
deportiva. Aquel día, y por primera vez, deseé que mi sitio no estuviese donde
estaba, y eso que tenía el privilegio de sentarme al lado del incomparable y
siempre recordado Andrés Montes disfrutando cada minuto de su peculiar
universo. Pero yo quería estar abajo, en la pista. La inesperada pulsión me
pilló desprevenido y tardé un rato en entender su porqué. En aquel colectivo
que caminaba, aun sin saberlo, hacia la cima del mundo, reconocía muchas de las
cosas que yo había vivido y disfrutado. Y no estoy hablando solo del juego, que
también, pues su estilo alegre y vivaz recuperaba señas de identidad que tuvo
el baloncesto español en los tiempos en los que lo practiqué. Detrás de un
entendimiento del baloncesto más enganchado con el disfrute colegial que con
las exigencias técnicas y tácticas de la alta competición se vislumbraba el
placer de encontrarse, el disfrute de la convivencia, las risas compartidas, el
respeto a la diversidad, el talento puesto al servicio del equipo, las partidas
de cartas, alguna que otra fiesta; en definitiva, el gusto por el juego y la convivencia.
Esas cosas que no se entrenan, sino que se viven y luego se convierten en un
invisible pegamento que convierte a un grupo de jugadores en un equipo. Todo
aquello vi, todo aquello eché de menos.
Evidentemente
existen otros baremos donde la comparación resulta hasta insensata. La duración
y botín conseguido no admite debate. Tampoco su alcance e impacto. Fernando
Martín, nuestro elemento más mediático, tenía problemas para tomarse una
cerveza tranquilamente en un bar madrileño. Pau Gasol no puede hacerlo con
calma ni en una aldea remota de China. El afán competitivo se ha multiplicado
de forma exponencial. Aun teniendo amplitud de miras, nuestros sueños tenían
límite. Los de esta generación han ido cayendo uno a uno. La NBA, territorio
casi prohibido, es ahora lugar común para un buen número de jugadores. Nosotros
llegamos a una final olímpica contra un equipo universitario y a casi nadie se
nos pasaba por la cabeza el poder derrotarles. Hace cinco años en Pekín y el
año pasado en Londres, la España actual tuvo los arrestos suficientes para
provocar un sofoco en los dos equipos más potentes que EE UU ha colocado en una
cancha de baloncesto, Dream Team aparte. Y no ganaron de milagro. Nosotros
fuimos una excepción, un oasis en el desierto. Los ÑBA son una consecuencia, el
mejor signo de los tiempos deportivos actuales. A partir de Japón, la selección
actual se convirtió en un modelo a imitar, una referencia incluso planetaria,
una clase práctica de cómo se construye y mantiene un equipo, una exaltación de
valores siempre recomendables como la solidaridad, la humildad y el respeto
nunca exento de ambición, el buenrollismo, la adecuada convivencia de
importantes egos, la mejora continua individual y colectiva. Su influencia
alcanzó incluso al fútbol, que, a imagen y semejanza de la selección de
baloncesto, vivió una importante transformación alejándose de viejos
personalismos para acercarse a una idea mucho más coral. Y ya hemos visto los
resultados.
En
definitiva, que siendo exponentes de las dos épocas cumbres del baloncesto
español y con unos cuantos elementos comunes, la balanza se desequilibró hace
ya unos cuantos años. Si nosotros tenemos un hueco en la historia, la
generación actual cuenta con una habitación entera.
Nota de Troter67.- La apariciòn de España como potencia del Basquetbol viene de la Medalla de Plata lograda en los Juegos Olìmpicos de Los Angeles de 1984.
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